La ciudad, un amasijo de dualidades

Un texto de Luis Reséndiz (@lapetitemachine) que aparece en CITADINA — 01

No nací en una gran ciudad. Ese sentimiento de orgullo metropolitano que tienen algunas personas de, digamos, Nueva York, Buenos Aires o la Ciudad de México me resulta lejano y desconocido.

En donde nací, en Coatzacoalcos, Veracruz, el mundo era de concreto y pavimento, pero también de arena y mar. Vivíamos a seis cuadras de la playa, en una colonia céntrica de ingreso medio tirándole a bajo. En los mejores momentos de mi infancia, mis amigos y yo podíamos salir de nuestras casas, chiflarnos por toda la cuadra y reunirnos en una tiendita de la esquina para fraguar una visita al mar; llevarnos nuestros balones y caminar esos dos o tres kilómetros por las vías amplísimas de Coatzacoalcos, seguros de que no seríamos atropellados o aplastados por una masa de seres humanos apresurados, hasta llegar a la playa. Una vez ahí, nos quitábamos las playeras, jugábamos fucho unas horas, nos metíamos a chapotear y regresábamos, caminando de nuevo, a la cuadra que nos vio crecer. Después de esa infancia, la Gran Ciudad —aquella que sobrepasa los millones de habitantes, aquella que casi por definición está congestionada en el sentido vehicular y pulmonar— me resulta inevitablemente ajeno.

Sin embargo, amo la ciudad. Mejor preciso: amo la idea de ciudad, y amo y odio su ejecución.

Tal y como la conocemos en México, la ciudad es un fracaso indestructible. Sea cual sea la gran ciudad que habites de las no muchas grandes ciudades que hay en México, la vida es un perenne paseo entre ruinas. Ya sea en Guadalajara, o en Monterrey, o en Neza, o en la Ciudad de México, o en Puebla o en cualquier otra de las ciudades de México que superan el millón de habitantes. 

[…] las ciudades concentran a millones de habitantes y, en natural consecuencia, millones de complicaciones.”

Largas distancias que me han hecho arrastrarme como un espectro agonizante entre kilómetros de vías del metro, o de trayectos de combis, o de viajes en camiones, o de traslados en autobús, o muchos menos abundantes pero sí más felices de recorridos en bicicleta. Malos caminos, mal transporte público, mala calidad de aire, mentadas de madre, disparos, gritos, ruido, furia, polvo, humo, nada: la ciudad es un amasijo de malestares que, de alguna forma, logran aniquilarse entre sí para ver juntos, inextricablemente juntos, otra jornada. Y esa es, precisamente, la parte que resulta inevitablemente amar.

Porque sí: las ciudades concentran a millones de habitantes y, en natural consecuencia, millones de complicaciones. Tengo entendido que el grupo promedio de homo sapiens que conformaba una “manada” era de entre cincuenta y cien homínidos. Imagínense eso: en apenas unos cientos de miles de años, pasamos de movernos en grupos no mayores a los que integran una fiesta de preparatoria a conglomerarnos en masas gigantescas de millones de individuos. No estamos hechos para eso. ¿Creen que el matrimonio entre humanos del mismo género es antinatural? Intenten ahora aplicarle el mismo juicio naturalista a una ciudad.

La ciudad es un refugio hostil.

La piel se le crispa a uno nomás de pensarlo, y sin embargo, no puedo evitar sentirme contundentemente enamorado de las ciudades. Sí: odio el smog y los coches dispuestos a asesinarnos, pero también tenemos una enorme superestructura de gente colaborando para seguir. Y, en mi caso, no puedo no amar eso. No puedo evitar amar el murmullo de introducirse a un corredor gastronómico bajo un puente peatonal; no puedo evitar sentirme arrobadamente cautivado por el olor de decenas de guisos que se enroscan y se elevan hacia un techo de lonas rojas.

Quisiera poder alejarme de la belleza intrínseca de un atardecer que se desparrama luminosamente sobre un lecho de edificios, o renunciar sin miramientos a los infinitos puestos ambulantes de infinito ingenio, desde los tacos hasta los libros usados, o negarme rotundamente a la sincreción estética de un centro histórico colonial inundado de implementos contemporáneos. No podría hacerlo. Quizá podría renunciar a los centros comerciales, que de pronto me parecen plenas encarnaciones del mal, pero no podría vivir sin los Vips, sin los Sanborns, los estadios y sus cánticos colectivos en los que inevitablemente resuenan los gritos de guerra que se escucharon en estas tierras hace menos siglos de los quisiéramos pensar. La ciudad es un refugio hostil. Es posible renunciar a sus horas en el tráfico, sí, pero también es imposible decirle que no a sus grandes parques verdes, a sus bibliotecas gigantescas, a sus míticos taqueros que parten y palpan el suadero con la paciencia de un viejo maestro de sushi, al santo grial del vagón de metro vacío en el que la luz titila y el ruido del traqueteo arrulla, cosas todas posibles solamente por la magnitud de la ciudad en turno. Yo quisiera desechar el coro de claxonazos que despierta al centro histórico a las siete de la mañana, pero ¿han visto un atardecer en ácidos recién compraditos en Ciudad Universitaria?


LUIS RESÉNDIZ — @lapetichemachine

Es crítico de cine y ensayista. Sus textos han aparecido en Letras Libres, Tierra Adentro y Vogue. Trabaja como guionista televisivo, redactor publicitario, ghostwriter y tallerista de creación literaria para adolescentes.

Comments (2):

  1. Jonatan García

    30 January, 2020 at 9:55 am

    Hola, me gustaría saber donde fue tomada exactamente la fotografía que ilustra el artículo. Me llama la atención la arquitectura en ella.

  2. Dorian Martínez

    30 January, 2020 at 10:33 am

    Hola Jonatan, es la esquina del Museo de Arte Popular en Independencia y Revillagigedo en el Centro Histórico de la CDMX. Saludos

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